Ha echado canas el Miércoles Santo, ha entrado en una madurez plateada, en una plenitud estable que le hace perfeccionarse a sí mismo, renovarse igual todos los años. Como un hombre que va aprendiendo y al que no le inquietan las arrugas ni el pelo blanco porque sabe que en ellas, cuando hay sensatez, va dejando el tiempo los surcos fértiles de la experiencia, el Miércoles Santo ha crecido al mismo tiempo que sus cofradías, ya ennoblecidas por el decurso de la vida.
Tan doradas como el sol que se perdía en el ocaso cuando el Cristo de la Misericordia lo buscaba por la calle Lineros, como el atardecer que el Señor del Calvario acompasaba San Pablo arriba, como la luz primaveral con que salían Pasión y el Perdón, como el brillo de la plata de la Virgen de la Paz. Antiguas ya en el recuerdo a Juan Martínez Cerrillo que hizo la Paz en el centenario de su nacimiento, convertido ahora en el gran clásico que dio vida a toda una época de la Semana Santa, y que ayer se descubrió al paso de Aquella a quien él llamaba «Mi Niña». Con el clasicismo del paso del Cristo de la Misericordia que ayer se despidió tras 67 años de servicio.
Una cuenta sus años por siglos, otras rozan ya las bodas de platino y la quinta, mucho más joven, avanza a paso quedo aprendiendo de las demás. Setenta años de media que sin en una persona conducen a la senectud, para una cofradía, que aspira a ser inmortal a fuerza de que los suyos la vayan perpetuando, es la época de una dorada estabilidad.
Juntas brindaron una jornada serena y plena de momentos hermosos, un día de familias en las aceras que disfrutaban de los días de descanso arropando a sus hermandades.
Bullía de entusiasmo, con en patios anticipados, la calle San Basilio al salir la cofradía de la Pasión. El Señor reinaba en un paso que se ha resuelto en caoba y morado, desde hace años el color emblemático de la cofradía.
Había que disfrutar de la tarde y así se hacía, con la cuadrilla uniendo una marcha tras otra, sobre los pies, y Jesús de la Pasión haciendo contrastar su perfil con el blanco de las paredes. Ante los pasos de la cofradía iba por primera vez cuerpo de acólitos. Brillaban las cornetas al ponerse en la calle la Virgen del Amor, en contraste el tocado con su antigua palidez, y el sol en todo lo alto contaba que era Miércoles Santo y que era el momento en que debían renacer todas las esencias que sus hermandades han conservado.
En la tarde rabiosa se abría camino también la cofradía del Perdón, desde el mismo corazón de la Judería, con la vocación de maniobrar siempre por lugares estrechos con su amplio paso de misterio. Inmaculada la túnica lista del Señor, en contraste con la oscuridad del paso, de los claveles rojos y de las vestimentas de los judíos que le increpan.
Llegaba solemne como alegre iba la Virgen del Rocío y Lágrimas, con rosas de tono amarillo en el frontal y claveles blancos en los costeros, vestida con la valentía regionalista de la década 1920, presa su delicadeza en su verde paso de palio.
Buscaba la joven cofradía las piedras doradas de la Catedral a la misma hora en que la Paz se ponía en la calle, todavía con mucha tarde por delante y no a la caída del sol, como ha sido habitual muchas veces. Había esta vez bastantes metros y no pocas horas por delante para la cofradía, cargada de novedades, permanentes y efímeras.
Tarde de jacintos
De las primeras, la terminación del paso del Señor con los fanales de plata, los ángeles tallados por Edwin González y los faldones bordados en oro. De las segundas, el exorno floral de los dos pasos, otra vez original y sorprendente. Iba el Señor con una túnica blanca lisa, en lugar de la habitual bordada, y rumiaba su dolor entre la fuerza expresiva de su paso de misterio, donde rosas rojas y jacintos morados daban un hermoso contraste.
En la Virgen de la Paz, celestial y dulce, todo era blancura y transparencia, como si en vez de palio, manto y orfebrería tuviera un todo etéreo y fino que envolviera aquella cara a la que tantas oraciones y piropos llegaban. Corona de plata, faldones blancos, el manto argénteo cada día con más solera y un delicado tocado donde sólo importaban la cara y los perfiles de la Madre hacían rodeaban a la Paloma de Capuchinos, más brillante aún a plena luz del día buscando Santa Marina. Jacintos blancas y rosas del mismo color daban el muy elegante contrapunto de flores en el paso de palio.
Poco después, a buen ritmo, llegaría a la casa de Juan Martínez Cerrillo, en la calle Enrique Redel, donde el hermano mayor, Manuel Quirós, y la viuda del escultor, Concepción Agudo, descubrieron el azulejo conmemorativo. Se quejó la cofradía de que no había representación del Gobierno municipal, pese a que estaban invitados.
Caía la tarde y había empezado la Via Sacra en San Lorenzo. Frente a la teatralidad de un buen paso de misterio, la delicadeza y dulzura del Señor del Calvario. Su ejemplar cofradía llenaba la calle San Pablo de nazarenos morados, y el rostro de Cristo, el pómulo izquierdo tumefacto por un golpe, invitaba a una devoción recogida y seria, como la que cantaban las cornetas y las saetas desde los balcones.
Más sobria todavía llegaba la Virgen del Mayor Dolor, en morado y oro, con su magnífica candelería dispuesta para pasar desapercibida. Statice e iris blancos, en minuciosa disposición, se elevaban hacia el cielo, como la mirada de la titular, escoltada por apropiada música fúnebre.
Anochecía ya y el Miércoles Santo se confirmaba como el hombre maduro y asentado que lleva tiempo siendo. Temblaba de emoción San Pedro al salir la Misericordia, al ver a los nazarenos blancos otra vez. Claveles rojo sangre en la despedida del viejo paso de Cristo, que renacerá mejorado en nueva madera.
Se despedía el sol cuando el Señor miraba hacia el horizonte del ocaso y salía, entre emociones, la Virgen de las Lágrimas, dorando la candelería su belleza antigua. Tan noble como el oro de sus varales y de sus jarras, del bordado en el malva, el Miércoles Santo ya estaba escrito y su plenitud duraría muchas horas.
El ABC de Córdoba.
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