De pronto, la luna hizo un guiño. No era una luna pálida ni invernal, ni siquiera aquel astro lejano y atrayente que enamora en las noches de primavera que siempre se recuerdan con música y saetas. Era más bien una luna de verano, enorme y dorada como un sol, que se erguía orgullosa al suroeste de Córdoba, sobre el Guadalquivir, mirando directamente a la parroquia de San José y Espíritu Santo.
Hacía tiempo que en el aire de Córdoba se venían diluyendo las esperanzas, que se venía hablando de demoras que terminaban desembocando en pasos quietos y en nazarenos bañados en lágrimas. Desde hacía horas se estaban abriendo las puertas de las iglesias, pero no para que las imágenes fueran hacia el pueblo, sino para que el pueblo acudiera a ellas, porque el cielo, aquel cielo gris y funesto que hacía de Córdoba una ciudad desapacible y fría, envuelta en presagios de humedad, había querido convertir la plenitud del Lunes Santo en un campo de lágrimas, enjugadas después por la severa belleza del Cristo de la Salud.
A las tres de la tarde, la hora en que tantas túnicas se colocan en los cuerpos que las llevarán esa tarde, llovía en Córdoba con mucha fuerza. Nada que no hubieran avanzado las previsiones. Lo peor vino luego, a la misma hora en que tenía que salir la Merced, a las cuatro y cuarto. Dejaba de llover y un claro de esperanza venía por occidente.
Sería esperanza vana, un azul engañoso que en aquel momento hacía nacer otra vez el sol aunque terminaría por marcharse. Se lo pensó un rato la cofradía del Zumbacón, pero al fin alguien lo anunció desde el cancel de la iglesia: la estación de penitencia se había suspendido.
Los nazarenos, costaleros y músicos rezaron el Via Crucis en San Antonio de Padua antes de que se abrieran las puertas del patio de la casa de hermandad para que el pueblo venerase a las imágenes.
El barrio con la cofradía
Si no fuera por las lágrimas y los pasos quietos, nada sería muy distinto de cualquier otro Lunes Santo: el barrio se fundía con su hermandad, pero era un abrazo en llanto, una pena honda de quien lleva todo el año esperando y ve como la ilusión se va por culpa de alguna mala nube. A aquellas horas, cuando la Virgen de la Merced parecía llorar más en su paso de palio y el Señor de la Coronación de Espinas sufría por los suyos, en Córdoba hacía sol, pero sería bastante fugaz, como las quejas amargas de quienes se habían quedado con las ganas de estar en la calle.
La Sentencia había pedido dos prórrogas y en la Huerta de la Reina las noticias que corrían no eran demasiado buenas. El cielo volvía a amenazar y nadie se atrevía a poner una cruz de guía en la calle. Iban y venían los músicos de las tres bandas de la Estrella, pedían cuentas los familiares de los pequeños nazarenos sobre lo que pasaba.
Poco después de las seis, la Sentencia decidió que no saldría. Había mucho que arriesgar en una tarde con pinta de agua, y sin ningún lugar en que refugiarse. Largas colas de gente acudían a ver a la Virgen de Gracia y Amparo, la única que podía verse en el reducido espacio del que salen los pasos. Levantó admiración su atuendo negro, tanto en la saya como en el manto, que hacía resplandecer la pálida tez dieciochesca, iluminada por su armónica candelería, al fin terminada en la tarde de ayer. Calas en el frontal y claveles blancos que habrían brillado en las calles si no hubiera sido por el agua.
El reloj seguía marcando las horas de las supensiones. A las siete se quedaba en casa la Estrella. San Fernando estaba cerrada a cal y canto, las noticias llegaban con cuenta gotas. Del exterior llegaba el sonido de las bandas ofreciendo la música a los titulares, pero nadie, sólo alguna puerta entreabierta en un momento dejaba ver, lejana, a Nuestra Señora de la Estrella.
Poco después se sabía que la Vera-Cruz tampoco iba a salir. No quedaron el Señor de los Reyes, y la Virgen del Dulce Nombre presa en uno de los pasos de palio que mejor futuro promete sin el rezo del rosario y la escolta de sus cofrades. Dolía no ver en las calles la armonía y la proporción canónica de un paso de palio que cada año apunta más alto, ayer con la bambalina trasera bordada.
Ya se sabía que el sol apenas había querido cuentas con Córdoba en aquella tarde, pero faltaba la luna.
Para alivio de las hermandades, en Córdoba había empezado a llover pasadas las ocho de la tarde, con intensidad y sin duración, aunque lo suficiente para pensar qué habría pasado si todo el mundo estuviera en la calle. El Via Crucis había pedido su tiempo y al filo de las nueve de la noche la luna irónica, hizo un gesto al otro lado del río, como queriendo decir que no se había terminado la noche.
Una multitud esperaba en la Trinidad. Sonaban las campanas a las nueve en punto de la noche y las puertas del Lunes Santo se abrían por fin. Llenó rápido el Via Crucis las calles con sus altos nazarenos negros, hasta que el Santo Cristo de la Salud, imponente y severo, llegó hasta la puerta de la Trinidad y allí se rezó la primera estación. Otra vez había salido a la calle pese a mal tiempo, aunque fuera pisando charcos.
Casi a la misma hora se sabía de la suspensión de Ánimas, casi siempre prudente en estas decisiones. No tardó la hermandad en abrir San Lorenzo para que el pueblo, que tanto respeto y veneración muestra a sus imágenes en la calle, acudiese a contemplar en sus pasos al Cristo de los Remedios y a la Virgen de las Tristezas, en la quieta penumbra de la iglesia, sin llenar las calles oscuras de su luz. Sonaba triste el Miserere en un Lunes Santo de poca emoción y demasiadas lágrimas.
El ABC de Córdoba.
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